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—Tráeme un hombre para ti.
Me estremecí. Por fin querías materializar mi fantasía, tu fantasía. Lo había deseado durante tanto tiempo… Sabía con quién y fui a hablar con él. Kamagere nos había presentado cuando éramos amantes y, aunque nunca dijo nada por respeto, su deseo era evidente. Le expliqué lo que queríamos hacer, dudó un instante mientras calibraba, pero asintió y sus ojos brillaron en su piel de ébano.
Llegó a la hora acordada. Estabas sentado en el sillón, inmóvil y en silencio. Tu presencia le intimidó al principio pero, cuando le besé, atenazó mi vestido y lo desgarró como una fiera dejándome desnuda e indefensa. Abrió las fauces y engulló uno de mis pechos con sus labios carnosos mientras sus manos bajaban mi tanga y sus dedos buscaban mi coño, separaban sus labios, acariciaban el clítoris, se hundían en mi interior. Me mordió el pezón con sus dientes de marfil y supliqué. Obedeció y clavó los colmillos con tanta fuerza que creí que me lo arrancaría, mientras trazaba con sus dedos líneas, círculos, espirales, en mi sexo, despacio, deprisa, una y otra vez, una y otra vez, buscando la fuente que solo Kamagere supo encontrar.